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Habitación

Mariana Díaz

Llego a casa después de un largo día de trabajo, al entrar únicamente el conocido olor de alojarla, un tufo casi aceptado como mío pues de mí emana, me recibe. Llevo ya un par de años viviendo sola aliviada en la ausencia de compañía, sin embargo esta noche preferiría que alguien habitara en verdad la casa, que la aprovechara cabalmente, que se adueñara de cada habitación hasta nombrarla hogar, que fuera en sí su confianza de lo perenne. La casa pide esa correspondencia, me la reclama en cada mancha de humedad, siento su grito ahogado en el polvo de las cortinas incluso, pero yo no la escucho. La casa es para mí sólo un sitio reemplazable en el que están las cosas que necesito para sobrevivir, es a donde regreso para poder descansar antes de volver a trabajar.

         Mi verdadera vivienda es la oficina, pero tampoco la habito, tampoco hay recogimiento en ella. Paso allí gran parte del día, el resto lo gasto viajando en autobuses o comiendo en cafés. Duermo algunas horas en casa, al llegar un sopor compasivo me invade y me obliga a anestesiarme. Me refiero a encender la radio o el televisor, jugar algún videojuego, siempre beber alcohol, se trata de perder un poco la conciencia, forzarme a considerarlo como el descanso merecido después de la jornada y sin remordimiento. Al final vence el letargo y me quedo dormida —la cama está intacta— en el sofá que es mi lecho.

         Dejo mis cosas en la primera silla que encuentro, en realidad la sala es mi enorme perchero, tengo allí todo lo que necesito para salir (escapar debería decir, cuando el destino decida por fin llamarme podré salir con la confianza de llevar encima lo necesario para afrontar una nueva vida). Una o dos veces al mes lavo lo que está sucio, lo selecciono por su olor o por alguna mancha evidente, entonces la sala crece, se despeja para atiborrarse otra vez noche tras noche.

          Camino a la cocina y antes de abrir la alacena para tomar alguna taza me lavo las manos, me lavo las manos más veces de las que cualquiera lo haría, eso dice la gente que me conoce, algunos hasta me lo han reclamado pero ninguno me ha preguntado el motivo, que es muy simple: me gusta el tirón de la piel reseca como a punto de rasgarse y el consuelo al humectarla después del escozor, no hay más. Tomo una botella de vodka y la empino sobre la taza rebosante de hielos, me limito a un tercio de ésta por trago, me sentiría mal si no lo hiciera así, si de un jalón la colmara como una alcohólica irrefrenable.

          Voy al dormitorio, busco ropa cómoda para estar en casa, para amodorrarme, ropa que me gustaría poder usar todo el tiempo, aún en la calle, una playera ajustada que no ciña pero que sostenga los pechos y un short justo de algodón. Son las prendas que prefiero y no las que buscan lo excedentario en el cuerpo, como los pantalones que apretujan las piernas y las nalgas, o los brasieres que levantan y unen los pechos.
 

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Foto: Revista Tura

         Regreso a la sala, el santuario de la pereza y el falso regocijo, pero antes de llegar me doy cuenta de que hay otra habitación contigua, una desconocida. La puerta está abierta de par en par e increíblemente hay una estela de luz que se filtra por el techo, la ilumina como el mediodía entre sus paredes blancas. No quiero entrar antes de entender lo que está sucediendo, quizás he tomado demasiado vodka o estoy sobre el sofá completamente dormida. Descarto la realidad, prefiero que todo sea ilusión. Decido entrar, pero antes regreso a la cocina por más vodka, debo enfrentar la habitación.

          Entro y observo que está vacía, no logro distinguir su forma absoluta, ni siquiera la altura del techo ni sus límites. Hay sin embargo una idea de consecución, presiento la posibilidad del hogar, el espacio me invita a ocuparlo y yo sé que, por esta vez, puedo no sólo crearlo sino vivirlo, deseo vivirlo. Dejo que mi mente fluya en la elección de los objetos, lo que puedo hacer es indefinido y a la vez permitido. Me inclino por lo simple y lo conocido, una sala desahogada con un sofá limpio, una alfombra fresca, lámparas para la noche en cada rincón, un estante lleno de películas, incluso libros. Es lo mismo que ahora tengo, lo sé, pero aquí se presenta ideal, puro y maravilloso. Hay una conexión entre los muebles y yo, no porque desde mi mente se materialicen sino porque se acoplan descaradamente con lo que quiero y con lo que voy sintiendo. Y yo me dejo llevar por su perfección.

          Tomo un libro y me acomodo en el sofá. Todo es tan gustoso. Hay en mí una nueva vitalidad que me inunda de sensaciones. Siento el contacto de mi piel con la tela del sofá, la temperatura de la habitación, siento el aire entrar y salir de mi cuerpo. Estoy aquí, estoy. Se ha ido la somnolencia, pretendo quedarme aquí siempre. Tengo la seguridad de pertenecer a este ambiente, he olvidado ya el sinsentido que, ahora lo comprendo, inunda mis acciones.  Esta habitación es la plenitud que me desborda y me cuesta reconocerme en lo derramado, que a pesar de estar fuera de mí también es yo. La que se ha quedado adentro se ha vedado esta complacencia de la que es capaz. Pero este descubrimiento, este arrojarme fuera de mí misma, exhibe también mi esencia, la que quizás eludo con la diaria enajenación, tan repugnante como común, en la que me he instalado. Me siento repulsiva al aceptar que sólo valgo en este instante que la habitación me obliga a engendrar. Rechazo entonces el momento de satisfacción y me impongo una viscosa culpa. Quiero con vehemencia escapar de este simulacro de felicidad.  

        Salgo. Mientras me alejo los muebles se desvanecen, me apena abandonarlos aunque con su partida me confirman que siempre estarán, no exactamente ellos sino los objetos que mi deseo, en todas sus posibilidades, conciba cuando regrese. Pues habré de regresar, una y otra vez hasta asegurarme de que jamás lo alcanzaré. La sala está detrás de mí, esperándome. Tomo mi taza de vodka y voy hacia ella tratando de negar lo que en la nueva habitación he descubierto. Enciendo el televisor, subo el volumen. Apuro el trago mientras de reojo la busco con un poco de recelo y un dejo de deseo. Me quedo dormida.

Mariana Díaz, México 1981. Licenciada en Letras, ha publicado sus textos en diferentes revistas electrónicas e impresas. Su último libro de cuentos Casa sola ganó el premio Letras reales y fue publicado en 2020.

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