Acontecer del Reino de Jauja
Dionisio tocó una y otra vez la puerta con urgencia, con la veleidosa prisa con la que apenas se puede contener un secreto. Seguían sin responder así que, desesperado, golpeó con el puño y plantó una que otra patada en el viejo maderamen.
—¡Gasterea, ábreme por favor! ¡Siento no llegar anoche, discúlpame! ¡Pero ya lo encontré! ¡Ábreme!
Tras varios minutos de inútiles esfuerzos y tener una fila de vecinos asomados por encima como por debajo del piso donde estaba su departamento, por fin desistió. Se dejó caer deslizándose apoyado contra la pared donde colgaba la soñolienta lámpara de bienvenida, el número 603 y el timbre. Sin prestar atención a lo que los vecinos murmuraban sobre su sucio aspecto, las ropas rotas y el enorme maletín de cuero con marcas diversas como navajazos y puñaladas, dejó vagar sus pensamientos. No quería decidir sus siguientes pasos, no sin antes escuchar los consejos de Gasterea, compañera de mil y una andanzas.
Dado que los gritos habían cesado al igual que la acción, los frustrados vecinos fueron regresando a sus viviendas. Dionisio, cansado, reclinó la barbilla sobre su pecho y dormitó.
—¿Qué diablos haces allí? ¿Olvidaste de nuevo tus llaves? ¡Dionisio! —resonó una voz dulce y estentórea que sacó al susodicho de sus sueños mientras era sacudido. Al mirar hacia arriba notó con alivio que el broncíneo rostro de Gasterea mostraba más enojo que preocupación. Mientras se ponía de pie, Dionisio notó que ella vestía ropa para salir.
—¿A dónde fuiste? —le preguntó mientras recogía el maletín.
—¿Importa?
—No en realidad.
—Anoche supuse que no volverías. Siempre que no llegas y no llamas es la misma historia. Pero bueno —continuó Gasterea mientras hacía girar la llave en la cerradura para abrir la puerta—, me quedé con la duda de lo que decías el otro día. Fui a buscar al Don Apolo para ver si recordaba algo. Encima de que me hizo preparar una abundante cena y esquivar sus insinuaciones, no pudo decirme más sobre el pasaje al Reino de Jauja.
—Lo mismo que me pasó, sólo que se hizo el misterioso —respondió Dionisio, traspasando el umbral y cerrando la vieja puerta—. Quizás en alguna de sus juventudes llegó a ese lugar por mero accidente, quedó asombrado y se devanea con su hallazgo de una ocasión.
—¡Lástima! Le gustó lo que preparé, por algo tengo el don, pero no se compara con lo que comió y bebió por esos lares.
—La maldición de aquellos que conocen el paraíso y luego vuelven al lugar de siempre —declaró Dionisio mientras depositaba el maletín en la mesa del comedor—. Cuando conoces y tocas el arcoíris es detestable regresar al gris mundano.
—Sí, pobre de él. Ahora cuéntame lo que hiciste anoche, Dio.
—Pues, mira…
Dionisio abrió el maletín de par en par. Estaba lleno de papeles cuya diversa antigüedad se evidenciaba por los tonos grises, sepias y óxido del papel. Además, era evidente que los trazos fueron hechos con plumas cuando eran plumas de aves y las tintas eran fabricadas por expertos alquimistas.
—¿Qué saqueaste? ¿Es la reserva especial de la Biblioteca Nacional? —inquirió Gasterea asombrada mientras extraía hoja tras hoja, pergamino tras pergamino para depositarlo a un lado.
—Digamos que fue producto de una compra donde el vendedor se quiso pasar de listo.
—¿Peleaste otra vez? ¿Te hirieron? ¿Dio?
—Fue inevitable, después de que le entregué la suma acordada me exigió el doble… por un solo documento cuando el trato era todo el lote. La mayor parte de los navajazos terminaron en el maletín aunque alcanzaron a cortarme un poco la ropa. No le di tiempo de sacar pistolas.
—¿Dejaste alguno vivo?
—¿Importa? —respondió Dionisio, se empezó a quitar la ropa mientras se enfilaba a la ducha.
Dos días después el piso del apartamento estaba cubierto de libros, hojas, pergaminos y, al centro, un mapa de Europa. Sobre él había un entramado de hilos rojos que partían de agujas clavadas por aquí y por allá. Un manojo de hilos se concentraba en un punto en medio de los Alpes.
—¿Estás segura? —Dionisio cuestionó por quinta o sexta vez.
—Es lo que marcan los documentos del lote que adquiriste de la biblioteca personal de John Dee. A él nunca le interesó llegar al reino, estaba demasiado ocupado con eso de su mónada y defenderse de las intrigas de la corte.
—Lo que no entiendo es por qué dices que Don Apolo tenía razón. Lo que dice creo que es más mentira que verdad.
—“Más que la cima del Olimpo, es un valle allende los picos que tocan cielo”, ¿no es lo que te dijo y luego me repitió? Eso concuerda con las transcripciones e indicaciones que Dee recopiló durante décadas. Traducciones del árabe, historias del tardío Imperio Romano, anécdotas de viajeros al inicio de la Edad Media y, bueno, la crónica del único visitante que aún sigue con vida.
—Siempre creí que era un lugar inventado ubicado en algún lugar entre Bélgica, Holanda, Alemania… no sé con seguridad. Demasiada influencia de Brueghel el viejo.
—Si fuera cierto lo que mencionas, Dio, han pasado cientos de miles de personas por allí amén de innumerables guerras. Sólo quedan pocos lugares donde rara vez las personas prestan atención o visitan.
—Nuestra versión de Shambhala. Preparemos el viaje y salgamos cuanto antes. —concluyó Dionisio.
—Pero llevemos a Don Apolo, ¿va? —cortó Gasterea y se levantó sin esperar respuesta.
Xavier Okari (México 1996). Estudiante de la licenciatura de Ingeniero Arquitecto del Instituto Politécnico Nacional, Ilustrador Freelancer desde 2020, con estudios en dibujo arquitectónico, dibujo tradicional, acuarela, dibujo digital y modelado 3D, con republicaciones en medios digitales como Fly City Unlimited e Inspirart.
Tras varios trenes, rentar un auto y viajar por diversas carreteras, por fin llegaron a un pequeño pueblo en las alturas de los Alpes Suizos. El fondo era majestuoso, con enormes estribaciones. Una senda a un costado de las cabañas se internaba en un bosque de hojas perennes.
—¡Niña! ¿Ya lo notaste? Te lo he dicho todo el camino.
—¿Que estamos en invierno y no hay nieve? —contestó Gasterea con un toque de cansancio.
—Así es, fíjate que cuando pasé por aquí…
—¿Cómo? ¿Cuándo pasaste?
—Pues no hace mucho, unos años después de que el Olimpo cayó. Deambulé por Grecia, me interné en lo que quedaba del Imperio Romano. En ese entonces hacía frío y nevaba por todos lados. Era molesto, no como ahora.
—También lo recuerdo, pero cuéntame cómo llegaste por acá.
—Fue luego de que me corrieron esos desgraciados del Reino de Jauja. Hacían aspavientos con sus alas para decirme que ya no tragara más. Pero era imposible detenerse. Igualito como lo escribió Lope de Rueda después de que le conté: “cómeme, bébeme, cómeme, bébeme” me decían todas esas deliciosas cosas que pululaban por doquier.
—No te distraigas. Entonces, ¿el Reino está habitado? ¡Dio, ven! —gritó Gasterea mientras el anciano no dejaba de hablar— ¡Don Apolo ya recordó!
Dionisio paró de negociar con los guías que los ayudarían a internarse en los Alpes para llegar a las coordenadas que habían descubierto. Se acercó a escuchar por un rato.
—... y cruzaba los ríos de miel, de leche, de vino. Tomaba mantequilla y requesones de las fuentes, arrancaba de los asadores capones o perdices, cortaba buñuelos de los árboles. El hambre nunca paraba al igual que la comida. Fue entonces que me vieron estos tipos de ojos en las alas de plumaje de mármol. Me persiguieron por días mientras yo seguía devorando todo a mi paso. Finalmente, por el peso del estómago tan hinchado me volví un poco torpe, tropecé y me alcanzaron. Grité y traté de zafarme pero me llevaron a la frontera del Reino y uno de ellos, con una espada de fuego, señaló el camino que debía seguir. Luego hablaron de que no volviera so pena de morir de hambre en la tierra de la abundancia. Bajé por el sendero y fue como llegué aquí. ¡Qué desgraciados, avaros de las bondades de ese reino!
Gasterea, sonriendo, miró a Dionisio quien, seguro por fin, asintió con la cabeza.
—Según lo que nos dijeron, este es el lugar —comentó uno de los guías. Por detrás caía la reseca montaña, rocas y pedruscos. Por encima todavía faltaban decenas de metros para llegar al borde.
—Don Apolo, ¡espere! —gritó Gasterea cuando el anciano soltó la cuerda de seguridad y echó a correr entre peñascos internándose en un recoveco. Luego de dudar, ella también se zafó y siguió los pasos de Don Apolo. Usó la dificultosa respiración de él para perseguirlo y escuchó que por detrás los demás trataban de alcanzarlos. Dio un brusco giro a la izquierda y se detuvo antes de chocar con el viejo que sollozaba.
—¡Dioses! —murmuró Gasterea cuando apreció el vasto valle que se abría ante ellos. Los guías y Dionisio los alcanzaron—. ¿Qué pasó aquí?
Nubes de polvo se levantaban de las dunas que inundaban el valle. Troncos resecos, sin hojas, sobresalían por aquí y por allá.
—Igual que en el resto de Gaia —dijo Don Apolo sin parar de llorar—, el mundo se reseca al calentarse. Y aquí, los alados habitantes, perecieron al cambiar todo. Ya no tenían vino que beber.
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