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Regreso a la Luna

Marcos Lizenberg

Corre el año 1969 y en el barrio de Recoleta, Buenos Aires, el chico espera con ansias la transmisión del alunizaje. Sus tiernos once años de edad no le impiden ser consciente de la dimensión trascendental del hecho. Las últimas dos semanas las ha pasado encerrado, calculando obsesivamente —en la biblioteca municipal, en charlas con los profesores del club, incluso hojeando la Enciclopedia Británica del vecino— las chances de que haya vida en la Luna. Su conclusión es que la probabilidad es alta. Durante el almuerzo familiar de aquel 20 de julio declara, con la voz trémula por la emoción, que es científicamente posible que aquel día vean a un extraterrestre. No estamos ante ningún improvisado: en caso de que el debate recrudezca, el chico se ha dejado a mano un abanico de citas autorizadas, explicaciones y datos duros que respaldan su postura. Pero el padre, para su sorpresa, le ruega que no pierda el tiempo con fantasías. La madre responde algo desvaído sobre su rendimiento escolar. La hermanita, sorprendida por la necesidad de contribuir al desprecio general, se burla de su precoz astigmatismo.
          Cae la tarde y la familia está reunida frente al televisor, todos embutidos en el sofá excepto él, que aguarda de pie, al fondo, con las manos en los bolsillos. El padre es el único que muestra cierta excitación: se sienta y se levanta, da vueltas y se agacha, se vuelve a incorporar. Se entretiene con la nueva filmadora portátil, un regalo de cumpleaños enviado por un ex colega de trabajo que hace unos años vive en Alemania. Al chico, el entusiasmo del padre le parece, además de exagerado, descaradamente inoportuno. ¡Justo ahora tiene que andar tonteando por el comedor, en el clímax de la Historia de la Humanidad! Por suerte, el comienzo de la transmisión de la NASA obliga al hombre a contenerse. El chico lo ve dejar la filmadora sobre la mesa, orientada hacia el televisor, y pedirles a las mujeres que le hagan espacio. Entonces el padre se deja caer entre ellas —pero hay algo en ese desplomarse, en la rotundidad impune con que suelta su cuerpo, que al chico lo humilla entero, como si le hubieran vaciado un balde de vergüenza en la cabeza. ¿O es el disparo de un recuerdo, en realidad, lo que lo ha empapado de angustia? ¿No soñó esa noche con un asesino melancólico, un asesino muy cansado o desdichado, dejándose caer sobre una silla junto a su cama, mientras afuera unas piedras brillantes caían sobre la llanura?
          La sala de control resplandece en el televisor, y unos hombres en mangas de camisa observan unos monitores aeroespaciales. Las imágenes están siendo emitidas en directo, y esa simultaneidad entre la Luna, Houston y Buenos Aires imanta cada toma de una incredulidad magnética. Ahí están el paisaje árido, las sombras larguísimas de las rocas, los astronautas recortados con una precisión dolorosa sobre la oscuridad. En cierto momento, el chico cree ver, en el reflejo de un casco, una figura humanoide y azulada. Da un salto y pregunta, con el corazón en la boca:
           —¿Vieron eso?
          Después de un bostezo seguido de un escalofrío, y mientras se frota los codos con las dos manos, la madre le pregunta de qué habla. Él está por responder, pero un desangelado coro familiar le suplica que se calle, le dicen que quieren escuchar. La transmisión sigue su curso, sin sobresaltos. El chico no lo puede creer. Su frustración alcanza una frecuencia ensordecedora que lo obliga a pararse, a correr, a encerrarse en su cuarto de un portazo. La voz del padre le llega deformada: «¡Tanto que quería verlo y ahora se lo pierde!».
     Pasan los meses. El chico no sabe qué hacer con su convicción. Algunas noches, preso de palpitaciones, intuye que tiene correligionarios esparcidos por todo el planeta, personas tan comunes e inofensivas como él que saben perfectamente lo que sucedió y que, en ese preciso instante, también luchan por conciliar el sueño. A veces lo abruma pensar que es el único dueño de una verdad terrible, y entonces cree que su misión en la vida es arrojar ese secreto —aunque en la travesía pierda lo más valioso que tiene: su vida— en el magma benévolo del conocimiento universal. En cualquier caso, se niega a entregarse a esa culpa mezquina, remota, que lo asalta en los momentos más inoportunos. Está seguro de algo: lo que vio, lo vio. No tiene pruebas pero tampoco dudas.
          Unos años más tarde, una revista para aficionados de la astronomía titula que hay eminencias de la física que desconfían del alunizaje. El muchacho divisa la publicación a lo lejos, desde una esquina. En la portada, un astronauta clava una bandera que dice TOP SECRET en el centro de un cráter lunar. La euforia del adolescente es tal que comete una travesura: manotea un atado entero de ejemplares, putea al canillita desprevenido, escapa. A las tres cuadras se refugia en un garaje abierto y lee con voracidad. Para su decepción, la hipótesis es otra: parece que la transmisión fue en realidad una película de ficción, muy sofisticada, a cargo de un director sibarita de Hollywood. Un truco del imperialismo yanqui para mostrarse superior ante los rusos.

 

Sin título

Foto: Revista Tura

        Ese día el muchacho entiende que, si las respuestas no están en la prensa, debe buscarlas en la literatura. Pero no en la literatura que leen todos, vigorosa y fraudulenta, si no en la otra, la que circula lenta y pesadamente por las alcantarillas de la sociedad. Antologías de ciencia ficción, ciclos de cine gore, documentales de Europa del Este, libros de masonería, discos de rock reproducidos hacia atrás, informes clasificados del Pentágono que solo pueden ser hallados en cándidos fanzines anarquistas. En su mente se va deshilachando un ominoso identikit: 1) pies planos y sin dedos, como aletas, 2) los huesos largos, estirados, 3) ojos de sufrimiento, que parecen rezar o implorar, 4) hombros caídos, como de esclavo, 5) orejas de conejo.
       En esos años cosecha algunos colegas, con quienes se junta a debatir en sótanos polvorientos. Como él, son adultos llenos de una energía adolescente, imparable y pegajosa. Como él, tienen el pelo fino y revuelto, y se les junta saliva en las comisuras de la boca. Sin embargo, no termina de sentirse uno de ellos. Sus colegas fuman y beben y se ríen, y se pasan los días discutiendo sobre militares, mensajes cifrados, organizaciones secretas. Pero cuando él propone hacer una expedición a Nuevo México para encontrar el Área 51, nadie lo apoya. En el fondo, aunque no lo digan, no le creen. En el fondo, piensa con dolor, ellos también son el enemigo. Le duele porque son ellos a quienes llama, aquella madrugada frenética, para que vayan a su casa a admirar el retrato del alien que dibujó, en un trip de ácido, sobre el patio de baldosas. Son ellos quienes se acuerdan de su cumpleaños, y le organizan un festejo y le regalan su primera radio a transistores, para que espíe libremente las conversaciones entre pilotos. Son ellos, al fin y al cabo, quienes él podría considerar sus amigos, si no fuera porque le niegan lo que más necesita: su fe. En parte, aunque no los perdona, los entiende. Para ese entonces ya corre la década de los 90, y el video de la llegada a la Luna se consigue en cualquier videoclub de la Argentina. Como él mismo se ha encargado de constatar cientos de veces, la toma en cuestión, el fragmento que lleva grabado a fuego en su memoria, no está: desapareció. Alguien lo recortó de la cinta original, y por lo tanto de las páginas de la Historia.
      Los días se hacen más cortos. Las noches se estrellan unas contra otras, en una misma noche interminable. La vida, para su estupor, nunca se detiene.
       El hombre es ahora un anciano. Ha sido incapaz de casarse o de tener hijos. Vive solo, aislado, consumido por pasiones que nadie entiende. Su hermana ha hecho una vida en París, empujada por una carrera meteórica. Su madre ha sido asesinada por unos delincuentes. Aquella mañana, ley de vida, le toca morir a su padre. Cuando los médicos retiran el cadáver de la antigua casa familiar, el hombre decide quedarse unos minutos más. Lo embarga una mezcla de curiosidad y desidia. Pasea por los ambientes vacíos, hurga en algunos muebles. Abre puertas, cajones. Al rato encuentra un cubo negro. Es una caja de madera forrada de terciopelo. La recuerda muy bien: allí guardaba su padre la filmadora alemana. El hombre desencastra la tapa con delicadeza. Colocada de perfil, rodeada de rollos de película, la cámara portátil parece un pequeño animal durmiendo la siesta.
          Después, todo sucede como en un sueño. El hombre logra hacerse del proyector adecuado en una casa de fotografía de la calle Libertad, luego de un fallido raid en taxi por los anticuarios de San Telmo. De regreso en el departamento, baja las persianas, apunta el proyector hacia la pared donde solía estar el televisor blanco y negro, y coloca la película en el carrete. Ahora oprime, triunfal, el botón de encendido. El odio por el materialismo de su padre, que cosechó con tanto esmero durante décadas, se disuelve en un estremecimiento… ¡Quién hubiera dicho que ese defecto paterno le permitiría recuperar la imagen más preciada de su vida! La única copia verdadera —la copia prohibida— de la llegada de la humanidad a la Luna.
        Los pasajes iniciales, sin embargo, lo descolocan. Pertenecen a otros días y a otros eventos: una merienda soñolienta, con los hermanitos acodados sobre la barra de la cocina. Su madre fumando un cigarrillo en la puerta del baño. Caídas y carcajadas en dominó, en una pista de patinaje atestada de gente. El encuadre se mueve mucho, como si al camarógrafo le costara definirse por un área de interés. Ahora es Nochebuena, o tal vez Año Nuevo, y él y su hermanita saltan, estrellitas en mano, en el balcón-terraza. La cámara toma los fuegos artificiales en el cielo, los borrachos que bailan en la vereda, y luego hay una interferencia y se ven las paredes de una habitación a oscuras. A juzgar por el silencio absoluto, monástico, debe ser de noche. Cuesta distinguir las formas en la negrura. Por eso el hombre tarda en reconocer los afiches de las películas de ciencia ficción y la pista eléctrica de autitos, arrumbada en una esquina. Ahora se ve un bulto que se contrae, regularmente, bajo unas sábanas. Las piernas del niño asoman por un costado, desnudas, formando un cuatro. La cámara se ha acomodado sobre lo que parece el regazo de alguien. Alguien que está sentado cerca de la cabecera de la cama. 
          Por algún motivo, el cuadro permanece así, fijo, durante minutos. El único sonido que se oye es una respiración, que probablemente viene de quien filma. De golpe, el chico se remueve: gira en la cama y, detrás de la maraña de pelo cobrizo, sus párpados se despegan. Tarda unos segundos en reaccionar. Entonces un relámpago de horror le paraliza la cara. Grita y se da vuelta, se tapa por encima de la cabeza, se hace un ovillo contra la pared. Ahora se empieza a oír, de a poco, un lloriqueo entrecortado, y el cuerpo envuelto se hincha y se deshincha, como una oruga gigante. Una voz aguda, con algo de cantarín —una voz que él conoce muy bien— dice desde atrás de cámara: «Dale, dejame verte».
      El hombre apaga el proyector. Ya sin ganas, rebusca entre las latas etiquetadas con fechas. Encuentra la del 20 de julio. La pone a girar. Solo se molesta en prestar atención en el momento crucial. El cuadro se ciñe a la pantalla del televisor, lo que facilita las cosas. La toma ya está ahí, y él la detiene a tiempo: efectivamente, se ve una figura humanoide. Corresponde al cuerpo desgarbado y asimétrico de un chico de once años, bañado por la luz del sol. El reflejo que había creído ver en el casco del astronauta se emplazaba en realidad en el globo del televisor. El extraterrestre no estaba en la Luna, si no en su propia casa.

Marcos Lizenberg (Buenos Aires, 1989) es diseñador. Publicó reseñas y artículos críticos en diversos medios digitales. Actualmente prepara su primera colección de cuentos.

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