Sicarios
Jorge Uriza
Enrique Juan Recabarren no conocía el miedo, al menos no cuando estaba despierto; era una emoción que nunca, ni siquiera en situaciones de peligro, había logrado contaminar sus decisiones. En cambio cuando conciliaba el sueño los fantasmas y demonios de su conciencia lo torturaban sin descanso; aunque al recuperar la lucidez de la vigilia todo desaparecía sin dejar rastros. Pero esa madrugada, casi al amanecer, se despertó otra vez con el pecho oprimido por una sensación de ahogo desconocida que le hacía sospechar que así reaccionaba su cuerpo ante el miedo, aunque se resistiera a admitirlo. Era la tercera noche consecutiva que sufría la misma pesadilla: una mujer muy alta, cuyo rostro no podía ver, abría la puerta y, sin que él pudiera moverse o emitir un sonido para preguntarle qué quería, se quedaba parada al lado de su cama, sin decir palabra. Me viene a buscar, pensó, como a todos.
Llenó hasta el borde un vaso con agua y se quedó con la mirada clavada en la puerta, la misma de los sueños. Si tiene miedo tránquela con la silla, le había dicho el dueño de la pensión, con un dejo de desprecio cuando le hizo notar que no tenía cerradura. En ese mismo momento debió tomar la decisión de abandonar el pueblo; pero no. Lo había elegido con cuidado, por eso estaba allí. Además su nombre —De la Garma— era tan raro que le agregaba atractivo. Se extinguían los años 50 y con ellos el auge del ferrocarril. Pero él seguía fiel al tren, como vía de escape cuando tenía que desaparecer por algún tiempo. Se consideraba un experto; tenía mapas de las líneas ferroviarias de todo el país y referencias de decenas de localidades, en especial con pocos habitantes, para pasar algunas vacaciones forzadas, como ahora. Por eso recaló en este pueblo y, por eso también, condenó sus huesos a una tediosa estadía en aquella pensión infame que ostentaba al frente, sin pudor, un cartel con el nombre de Gran Hotel Argentino.
Valorando el ayer. Ana Pobo Castañer
Haber tomado distancia de los alrededores de Buenos Aires era algo previsible —y necesario— después de haber llevado a cabo su último «trabajo»: sacar del medio a Lázaro Morel, reconocido matón devenido en político y mano derecha del doctor Armando Serrizuela, caudillejo conservador del sur de Avellaneda. Con la excusa de negociar la propiedad de dos prostitutas, había atraído a la víctima hasta el depósito de un bodegón de la calle Sarmiento. Le bastó entrarle una sola vez con su daga toledana para cumplir el mandato. Recabarren, sos un cobarde hijo de puta…, dijo Morel con las últimas fuerzas que le quedaban, mientras hilos de sangre y saliva comenzaban a colgar de su boca. Quedó de rodillas, con el mentón clavado en el pecho y las palmas de las manos abiertas hacia arriba. Lo miró en silencio y se contuvo de contestarle que sí, que de alguna manera todos somos un poco hijos de puta.
Levantó el vaso y se acercó para ver la claridad del amanecer a través de la ventana que daba a un terreno lleno de frutales detrás de la pensión. No alcanzó a hacerlo porque el aire frío que llegó hasta su espalda le indicó de inmediato que la puerta estaba abierta. Se dio vuelta con un mal presentimiento. Una mujer delgada y de estatura insignificante se encontraba dentro de la habitación. La miró sin apuro, su pelo renegrido estaba atado con un pañuelo; uno de sus párpados, caído, le daba un aspecto inquietante. Vestía una discreta falda azul a la rodilla y un saco del mismo color.
Fue ella quien rompió el silencio.
—Usted no me conoce, Recabarren; me llamo Sofía Soler y me dicen “la chilena”. —Se estremeció como si fuera un novato. Su memoria le trajo retazos de historias escuchadas sobre esta leyenda: que era despiadada, que no fallaba nunca, que nadie conocía su verdadero nombre, que era quien había ejecutado al comisario Zunino en Mataderos. Esos son cuentos de los milicos que no quieren encontrar al culpable, decía siempre el colorado Jensen en el bar La Pampa. Pero sus recuerdos se congelaron junto con su sangre al notar, de pronto, que la mujer sostenía una pistola en su mano derecha. Un sicario para otro sicario, especuló con desaliento, como si invocara a su madre con su trillada letanía de que no había peor astilla que la del mismo palo. Un latido creciente en sus sienes apenas le permitió escuchar la voz que le sonaba muy lejana:
—Recabarren, vengo de parte del doctor Serrizuela —desde que el vaso resbaló de su mano hasta estrellarse en el piso fue tiempo suficiente para comprender que, para él, ya era demasiado tarde.
Jorge Uriza. República Argentina. Libro publicado: Cien años de historia. Primer Premio “Chaves escribe 2021”. Primer Premio Certamen Literario Internacional “Confieso que he vivido 2021”, República de Chile. Medalla de Bronce Torneos Bonaerenses 2022 en Literatura. Primer Premio “Chaves escribe 2022”.
Ana Pobo Castañer es originaria de Teruel, ciudad aragonesa de España. Ha publicado varios libros de fotografía con temas diversos, entre los que está Las huellas del pasado. Sus imágenes han sido disfrutadas en exposiciones montadas en las principales capitales del mundo, como: Roma, Tokio, Nueva York, Pekín, Moscú.